jueves, 21 de julio de 2016

El mundo corporativo: esa lamentabilísima mierda



Desde hace ya algunos años, parte de mi vida profesional se desarrolla en el monstruoso entorno corporativo y empresarial. Y digo sólo parte porque, felizmente, no he perdido el contacto con ese otro mundo, el de la prensa, que pese a los maltratos a los que ha sido sometido por casi todo el mundo, incluso por sí mismo, sigue manteniendo algo de ese cínico descreimiento tan necesario para no sucumbir a los engaños de lo que, ya en su día, Marx (Carlos, no los otros) llamaba alienación.

En una idea básica de economía de intercambio de bienes es plausible pensar en la empresa como un desarrollo lógico para vehicular dichos intercambios, como estructura funcional para que los bienes cambien de mano ligada, no sólo a un criterio de subsistencia, sino también al de deseo de prosperidad: una pulsión humana ligada a la necesidad de una progresiva confortabilidad y, por qué no, poder adquisitivo. 

Pero, de la misma manera que en un sistema fuertemente religioso, la fe no acaba de explicar el propósito de un ser humano en ese mismo entorno, dejándose a la deidad –o deidades- de turno el establecer el por qué y el cómo del orden establecido y de cómo la existencia de cada sujeto se inscribe en el mismo; en un sistema presuntamente racional esta misma regla de tres no funciona, porque ya no es una cuestión de fe, sino una cuestión de raciocinio. 

Y, si en la fe la alienación –entendida como incapacidad para explicar racionalmente el propio lugar en el orden establecido- es consustancial y el fanatismo es su última frontera, fuera de la misma genera un hondo problema de contradicción existencial que, en los tiempos que corren, ha degenerado en esa lacra llamada corporativismo.


“Los Mercados” y cuidado con cabrearlos

En el actual contexto, cuando el concepto de empresa se inscribe en un sistema regido por entes abstractos como son “los mercados” y todas las áreas de la vida humana han sido reducidas a lógicas de mercado, el individuo –que subsiste en la estructura empresarial- se halla en una tesitura que da un asco jodidísimo: La de formar parte de un entramado incomprensible, regido por lógicas reduccionistas de mercado que le desposeen de su humanidad excepto en lo que a su productividad, potencial o de facto, se refiere. 

Un sistema sin otro propósito que el de generar riqueza objetivamente inútil (cada día, dos tercios de la comida producida en este planeta la echamos al cubo de la basura) y donde los nombres y apellidos de los responsables se confunden o, directamente, brillan por su ausencia. Un sistema colosal e inabarcable que, precisamente por ello, aliena.

El individuo que intenta comprender cómo cojones funciona este mundo y qué pinta él en el asunto, está sujeto a esos mercados que, como los dioses de antaño, se ponen nerviosos, se cabrean y descargan su ira sin que nadie parezca ser capaz de hacer nada para remediarlo. Al menos, no sin un retorno a formas pretéritas de explotación humana, más conocidas como esclavitud. Algo que, de hecho, se sigue practicando en buena parte de este planeta, ya sea para soldar los circuitos de tu nuevo flamante iPhone o Android, ya sea para confeccionar la ropita del señor Amancio, ya sea para esa raya de farlopa que tú, acérrimo anticapitalista, te aprietas entre gintónic y gintónic en ese excusado que hiede a culo.


El rastrero mundo corporativo

Y vamos ya al grano: el corporativismo como estadio paradigmático de decadencia humana a la que nos aboca el estar alienados de una realidad tan incomprensible como frustrante y odiosa.

Este miedo medieval que se nos inculca a la ira de los mercados (o a sistemas no necesariamente regidos por esa lógica), el hecho de no comprender quién lleva, de verdad, las riendas de los destinos de nuestra economía global y, por tanto y tal y como está el tema de podrido, quién lleva las riendas de los destinos del mundo (en plata, quién monta las guerras y las supuestas paces); es lo que ha generado el entorno corporativo actual o, dicho de otra manera: esa lamentabilísima mierda con la que, por fortuna, como decía, algunos sólo tenemos que lidiar en parte y con la desconfianza por delante, y granjeándonos, eso sí, el ostracismo de sus más fieles adláteres.

Esta pesadilla tan occidental incluye horrendas manifestaciones de inenarrable bajeza  infrahumana como el postureo, fruto de un abyecto proceso de autosugestión, basado en aparentar que la experiencia de trabajar ahí –sea lo que sea, ahí- es lo más apremiante, excitante incluso, que le está a uno pasando en la vida. O esa infalibilidad más allá de lo pontificio que se presupone a quienes ocupan los vértices del organigrama. O la figura del workaholic que recibe un trato favorable en vez del que merecería: el de una persona con un serio trastorno de personalidad. O, sin ir más lejos, la sensación de estar nadando entre pirañas cuyo único objetivo es trepar y cuya vida se reduce a eso. Sólo a eso. Trepar. 

Más aun: serviles coreografías con ridículos nombres como lip dubs o flashmobs, en que los empleados, siempre más precarizados, siempre más asustados por la probabilidad de perder su puesto y acabar a la deriva a merced de las tempestades de esos mercados inmisericordes, se entregan al servilismo más avieso, para divertimento de dirigentes que, como el señor Burns de los Simpson, se frotan las manos cuales mantis religiosas con la mejor de las quinielas brillándoles en la mirada: Flashmob 1/ Comité de Empresa 0.

Como ven, se habla del Paraíso del medro, de la Meca del peloteo, del Valhalla de la puñalada trapera. Del analgésico auto inducido por el currante para pensar que es algo más o, peor aún, que no es tan poco como toda la sintomatología de la realidad parece indicarle. El ocio y el negocio, confundidos y, en este proceso, la auto realización como ser humano yéndose por peteneras porque no: por mucho que nos empeñemos en convencernos de lo contrario, somos algo más que nuestro curro.


Aclaración, porque -vale, ok- no todo es lo mismo

Sé que no se puede generalizar y que el entramado empresarial, al menos en este país, lo componen en su inmensa mayoría pymes y micropymes que luchan contra la indiferencia de un entorno político que las desangra con ahínco, al tiempo que se entrega a apasionadas felaciones al Ibex 35.

Sé que no es lo mismo hablar de Amancio, de Mercadona o de Ana Patricia Botín que de ese señor que tiene un taller mecánico o de esos chavales que, posiblemente obcecados por esa gran mentira que se ha generado en torno al emprendimiento y al “fracasa tranquilo y vuélvelo a intentar, amigo emprendedor”, se enfrentan a auténticas montañas rusas que, en la inmensa mayoría de los casos, redundan en dolorosas caídas, sinsabores atroces y endeudamientos a plazos larguísimos.

Pero uno, que lleva sus años lidiando con un buen número de empresas de varios tamaños y sectores, no puede por menos que observar cómo el individuo ha sido derrotado por el peso de una realidad reducida a un entorno empresarial y corporativo que todo lo domina, cuando únicamente debería limitarse a pedirle que hiciera bien su trabajo.

Y, ya de paso, ya que ponemos las cartas sobre la mesa, ya que nos empeñamos, remunerarle de forma proporcional.

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