martes, 2 de febrero de 2016

Cuento (Urbano) de Navidad



“¡Mueve el coche!”, me grita como un perdiguero ladrándole a una oveja.

Es el día de Nochebuena, última hora de la tarde, y estoy en mi coche esperando a que mi pareja salga de trabajar de unos grandes almacenes, en el centro de Barcelona. 

Como el mío, decenas de vehículos se apelotonan a la salida del personal para recoger a sus seres queridos y llevárselos de cena de Navidad. Hay confusión pero, por suerte, la calzada dispone de suficientes carriles como para que los coches que estamos parados, con los intermitentes puestos, no entorpezcamos la circulación.

Es la ocasión perfecta para que la Guardia Urbana haga acto de aparición y ejecute el trabajo por el que se le paga que, al parecer, consiste en golpear con un puñetazo el cristal de mi ventanilla y gritar que me mueva. Por mi seguridad y la de todos y tal. Cuando bajo la ventanilla y le pregunto a la agente si no puede esperar un segundo para que pueda recoger a mi chica e irnos a cenar, se mantiene en sus trece: “¡Estás bloqueándole el paso al señor taxista!”, gruñe en alusión a un taxi que tengo parado detrás y que quiere incorporarse al sobresaturado carril que le corresponde.

Caramba con el Señor Taxista, pienso, no sabía que la Urbana estuviese para servirle a él por encima de los demás. Pregunto, entonces, si no tiene nada mejor que hacer y por supuesto que lo tiene, amenazarme. “Te denuncio”, vocea como la letra de un chachachá. “¿Me denuncia Ud., por qué, exactamente?”, replico sin salir de mi estupefacción.

El resultado es un último bufido de perdonavidas y una multa por “obstaculizar el tráfico” (como otros 30 coches que también estaban ahí), además de mi perplejidad sobre por qué le pago el sueldo a alguien así. Para qué, me pregunto, cuando pienso que la mayoría de ancianos que conozco de mi barrio ha sido atracada a pie de calle.

¡Un momento! Tal vez, todos esos abuelos no sean taxistas.

Tal vez sea eso.

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