El tratamiento que en este país
se ha dado a ETA y, en general, al terrorismo que se ha perpetrado aquí, es
vergonzoso. Si sobre el terrorismo de estado se ha corrido un velo lo
suficientemente tupido como para que su presunto Sr. X vaya por ahí dando lecciones
de “democracia” (nótese el uso nada fortuito del entrecomillado), lo de ETA no
se queda atrás si bien en otros términos: los de su banalización e
instrumentalización.
A espaldas de quienes han sufrido
la salvajada de su acoso, su impuesto revolucionario, sus balas, su Goma-2, sus
amenazas, su presión social, su política del miedo, sus secuestros, sus pintadas y sus cócteles
molotov a la puerta de casa; se ha usado a ETA y a su “entorno” (esa celebérrima entelequia
garzoniana) como elemento la mar de conveniente para la demonización social y,
por tanto, como luz verde para decir y –lo que es peor- hacer lo que le sale
del perineo al primer hijo de puta. O a la primera hija de puta, que también
las hay como se encarga de demostrarnos la actualidad política a diario.
La penúltima es una obra de dos
titiriteros, denunciando esta banalización del terrorismo y su consiguiente
instrumentalización, que acaba con los dos susodichos comiendo cárcel sin
fianza. Un resultado a medio camino entre la total legitimidad de la obra que
representan –¿lo ven como todo era verdad?- y la profecía autocumplida.
Eso, en el mismo país donde la
flor y nata de corruptos, estafadores y responsables directos de los
despropósitos socioeconómicos que hemos padecido andan libres y sonrientes; destruyendo
pruebas y chanchulleando erre que erre que, como no ha dejado de demostrarles
la “justicia” de esta meseta, algo queda.
Palabra de menistro
Y, en pleno pifostio por lo de
los titiriteros, va Jorge Fernández Díaz, ministro de Interior de un estado
presuntamente europeo, y proclama que “ETA desea como agua de mayo” una
determinada coalición de gobierno que, mira por donde, a él y a los suyos no
les conviene.
Al margen de la catadura moral
que este señor demuestra (léase un poco más arriba, sobre los políticos y políticas
de por aquí): ¿Se imaginan a un ministro británico usando el nombre del IRA así? ¿Se imaginan la crisis que para su
partido podría suponer el comentario? ¿La movilización social de quienes
sufrieron el conflicto irlandés en sus carnes? ¿La disculpa previa a la
dimisión, forzada a patadas en el escroto, por una aseveración tan irresponsable?
Pero aquí “is different”, ya
saben. Aquí, el ministro se pasa por el meridiano de Greenwich a los muertos, a
los heridos, a los familiares, a los que tuvieron que emigrar, a los que han soportado
estoicamente toda aquella mierda y, tras, proferir una barbaridad de tamañas dimensiones,
se queda más ancho que largo. Y, posiblemente, se vaya a celebrarlo con una
rica mariscada, o con meretrices de alto
copete, o insuflando algún estupefaciente que le permita seguir soltando
gilipolleces de tal calibre sin parpadear. O todo a la vez, ya puestos.
Tú tilda de etarra, que algo queda
Porque en ésta -que ni siquiera es
república bananera ya que encima es una monarquía- se puede banalizar, usar el
nombre de los muertos y las víctimas en vano y a mala leche; y hacerlo para
reprimir, demonizar y quitar de en medio quienes ponen en peligro ese pastel que
tan ricamente tienen repartido entre cuatro. Y ni siquiera eso, ni siquiera se
trata de perseguir a quienes hacen peligrar el statu quo, porque ya me dirán
Uds. qué enorme peligro social constituye una pareja de titiriteros.
¿Pero recuerdan cuando se
banalizó a ETA para compararla con el Movimiento 15M? ¿Y con Podemos? ¿Y con la
PAH? ¿Y con movimientos cívicos a favor del independentismo catalán? ¿Y con
jueces que han investigado la corrupción? ¿Y con quienes promueven una Ley de
Memoria Histórica? ¿Y con la estanquera del barrio?
Y, todo y con eso, da igual a quien le toque: la
impunidad, la carta blanquinuclear, con la que actúan llega a unos límites de
encarcelar por algo, tan básico en una democracia, como es la libertad de
expresión en una obra de ficción. Al menos, la presunta libertad de quienes se
atreven a cuestionar si lo que los de
ahí arriba llaman “sistema” no es, más bien, un entramado de ruindad en
beneficio -sistemático, eso sí- de unos pocos.
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