Desde hace ya algunos años, parte
de mi vida profesional se desarrolla en el monstruoso entorno corporativo y
empresarial. Y digo sólo parte porque, felizmente, no he perdido el contacto
con ese otro mundo, el de la prensa, que pese a los maltratos a los que ha sido
sometido por casi todo el mundo, incluso por sí mismo, sigue manteniendo algo
de ese cínico descreimiento tan necesario para no sucumbir a los engaños de lo
que, ya en su día, Marx (Carlos, no los otros) llamaba alienación.
En una idea básica de economía de
intercambio de bienes es plausible pensar en la empresa como un desarrollo
lógico para vehicular dichos intercambios, como estructura funcional para que
los bienes cambien de mano ligada, no sólo a un criterio de subsistencia, sino
también al de deseo de prosperidad: una pulsión humana ligada a la necesidad de
una progresiva confortabilidad y, por qué no, poder adquisitivo.
Pero, de la misma manera que en
un sistema fuertemente religioso, la fe no acaba de explicar el propósito de un
ser humano en ese mismo entorno, dejándose a la deidad –o deidades- de turno el
establecer el por qué y el cómo del orden establecido y de cómo la existencia
de cada sujeto se inscribe en el mismo; en un sistema presuntamente racional
esta misma regla de tres no funciona, porque ya no es una cuestión de fe, sino
una cuestión de raciocinio.
Y, si en la fe la alienación
–entendida como incapacidad para explicar racionalmente el propio lugar en el orden
establecido- es consustancial y el fanatismo es su última frontera, fuera de la
misma genera un hondo problema de contradicción existencial que, en los tiempos
que corren, ha degenerado en esa lacra llamada corporativismo.
“Los Mercados” y cuidado con cabrearlos
En el actual contexto, cuando el
concepto de empresa se inscribe en un sistema regido por entes abstractos como
son “los mercados” y todas las áreas de la vida humana han sido reducidas a
lógicas de mercado, el individuo –que subsiste en la estructura empresarial- se
halla en una tesitura que da un asco jodidísimo: La de formar parte de un
entramado incomprensible, regido por lógicas reduccionistas de mercado que le
desposeen de su humanidad excepto en lo que a su productividad, potencial o de
facto, se refiere.
Un sistema sin otro propósito que
el de generar riqueza objetivamente inútil (cada día, dos tercios de la comida
producida en este planeta la echamos al cubo de la basura) y donde los nombres y
apellidos de los responsables se confunden o, directamente, brillan por su
ausencia. Un sistema colosal e inabarcable que, precisamente por ello, aliena.
El individuo que intenta
comprender cómo cojones funciona este mundo y qué pinta él en el asunto, está
sujeto a esos mercados que, como los dioses de antaño, se ponen nerviosos, se
cabrean y descargan su ira sin que nadie parezca ser capaz de hacer nada para
remediarlo. Al menos, no sin un retorno a formas pretéritas de explotación
humana, más conocidas como esclavitud. Algo que, de hecho, se sigue practicando
en buena parte de este planeta, ya sea para soldar los circuitos de tu nuevo
flamante iPhone o Android, ya sea para confeccionar la ropita del señor
Amancio, ya sea para esa raya de farlopa que tú, acérrimo anticapitalista, te
aprietas entre gintónic y gintónic en ese excusado que hiede a culo.
El rastrero mundo corporativo
Y vamos ya al grano: el
corporativismo como estadio paradigmático de decadencia humana a la que nos
aboca el estar alienados de una realidad tan incomprensible como frustrante y
odiosa.
Este miedo medieval que se nos
inculca a la ira de los mercados (o a sistemas no necesariamente regidos por
esa lógica), el hecho de no comprender quién lleva, de verdad, las riendas de los
destinos de nuestra economía global y, por tanto y tal y como está el tema de
podrido, quién lleva las riendas de los destinos del mundo (en plata, quién
monta las guerras y las supuestas paces); es lo que ha generado el entorno
corporativo actual o, dicho de otra manera: esa lamentabilísima mierda con la
que, por fortuna, como decía, algunos sólo tenemos que lidiar en parte y con la
desconfianza por delante, y granjeándonos, eso sí, el ostracismo de sus más
fieles adláteres.
Esta pesadilla tan occidental
incluye horrendas manifestaciones de inenarrable bajeza infrahumana como el postureo, fruto de un
abyecto proceso de autosugestión, basado en aparentar que la experiencia de trabajar
ahí –sea lo que sea, ahí- es lo más apremiante, excitante
incluso, que le está a uno pasando en la vida. O esa infalibilidad más allá de
lo pontificio que se presupone a quienes ocupan los vértices del organigrama. O
la figura del workaholic que recibe un trato favorable en vez del que merecería:
el de una persona con un serio trastorno de personalidad. O, sin ir más lejos,
la sensación de estar nadando entre pirañas cuyo único objetivo es trepar y cuya
vida se reduce a eso. Sólo a eso. Trepar.
Más aun: serviles coreografías
con ridículos nombres como lip dubs o flashmobs, en que los empleados, siempre
más precarizados, siempre más asustados por la probabilidad de perder su puesto
y acabar a la deriva a merced de las tempestades de esos mercados
inmisericordes, se entregan al servilismo más avieso, para divertimento de
dirigentes que, como el señor Burns de los Simpson, se frotan las manos cuales
mantis religiosas con la mejor de las quinielas brillándoles en la mirada: Flashmob
1/ Comité de Empresa 0.
Como ven, se habla del Paraíso
del medro, de la Meca del peloteo, del Valhalla de la puñalada trapera. Del
analgésico auto inducido por el currante para pensar que es algo más o, peor
aún, que no es tan poco como toda la sintomatología de la realidad parece
indicarle. El ocio y el negocio, confundidos y, en este proceso, la auto realización
como ser humano yéndose por peteneras porque no: por mucho que nos empeñemos en convencernos de lo contrario,
somos algo más que nuestro curro.
Aclaración, porque -vale, ok- no todo es lo mismo
Sé que no se puede generalizar y
que el entramado empresarial, al menos en este país, lo componen en su inmensa
mayoría pymes y micropymes que luchan contra la indiferencia de un entorno
político que las desangra con ahínco, al tiempo que se entrega a apasionadas
felaciones al Ibex 35.
Sé que no es lo mismo hablar de
Amancio, de Mercadona o de Ana Patricia Botín que de ese señor que tiene un
taller mecánico o de esos chavales que, posiblemente obcecados por esa gran mentira
que se ha generado en torno al emprendimiento y al “fracasa tranquilo y
vuélvelo a intentar, amigo emprendedor”, se enfrentan a auténticas montañas
rusas que, en la inmensa mayoría de los casos, redundan en dolorosas caídas,
sinsabores atroces y endeudamientos a plazos larguísimos.
Pero uno, que lleva sus años
lidiando con un buen número de empresas de varios tamaños y sectores, no puede
por menos que observar cómo el individuo ha sido derrotado por el peso de una
realidad reducida a un entorno empresarial y corporativo que todo lo domina,
cuando únicamente debería limitarse a pedirle que hiciera bien su trabajo.
Y, ya de paso, ya que
ponemos las cartas sobre la mesa, ya que nos empeñamos, remunerarle de forma proporcional.
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