miércoles, 31 de enero de 2018

Mimando al enemigo interno




No es que tenga cifras en mano para verificar lo que voy a decir, pero, por lógica, diría que la inmensa mayoría de quienes escribimos narrativa o ensayo en este país, no lo hacemos viviendo de ello. Ni siquiera teniendo una vana esperanza de que así sea. 

No deja de parecer tristemente lógico, en un país donde la cultura siempre ha sido sometida al ninguneo o a la instrumentalización, cuando no al maltrato sistemático, sin importar nuestro imponente caudal histórico y cultural. La empresa cultural y sus profesionales ni siquiera se percibe que formen parte de una industria con un impacto directo en el PIB. 

La contribución al entorno cultural, incluso por parte de quien no vive de dicha contribución, no pasa de ser catalogada como faranduleo, hobby o pérdida de tiempo. Y si no piensen: ¿Cuántas veces le preguntan a un músico por “su trabajo el de verdad”, cuando éste asevera ser músico? 

Cualquiera que pretenda escribir, hacer música, o cine, o teatro, o pintar, o esculpir, o hacer videoarte o, en suma, consagrar su tiempo, energía y cualidades a alguna expresión de la creación artística, buena o mala que sea, sencilla o complicada, comercial o marginal, sabe perfectamente a qué contexto se enfrenta. Y entiendo que lo acepta, a pesar de todo. A pesar de vivir en un país donde más futuro tienen Falete o una pedorra de la tele con la tocha contrahecha por la farlopa, que un ensayista, un dramaturgo o un escultor. 

Aliarse con el enemigo

Lo que cuesta más de entender es que presuntos consumidores del producto cultural, esas personas que leen, escuchan música, ven cine o series o acuden a exposiciones o al teatro, se alíen con el enemigo y ninguneen el fruto del esfuerzo no sólo de quienes dedicamos tiempo y esfuerzo a alguna actividad, sino el increíble gasto de quienes invierten en nuestras obras, produciéndolas, publicándolas, distribuyéndolas. 

En este sentido, me doy de bruces con una página web donde anuncian que servidor “escribió un interesante libro titulado ‘Probaréis el frío acero de mi venganza’”. “El libro -prosiguen- lo publicó la editorial 66 RPM, y en este momento es necesario pagar 10,95 euros por copia”. 

Ojo, “es necesario pagar”. Dicho así, parece que se esté cobrando una especie de impuesto revolucionario allá donde la realidad es muy, muy distinta. Para que una copia de este libro cueste menos que un cubata de garrafón en cualquier garito de mierda, ha habido una rebaja -importante y totalmente altruista- por parte de Berto Martínez, ilustrador de la portada; una consistente reducción de margen de ganancia por parte de la editorial; una bajada en el porcentaje por copia vendida de mis royalties y el hecho de que el ilustrador de las páginas interiores, mi padre, Adolfo Valle, haga sus dibujos por amor al arte. 

Todo ello, para rebajar al mínimo el precio del libro y mimar al lector, al que entendemos como nuestro aliado. Como alguien que, lo mismo que afora por los servicios de un cerrajero, los de un abogado o comer en un resturante, paga por el deleite de leer un libro, ver una película o escuchar un disco.

El futuro no sale gratis

Volviendo a la página web de marras, ésta, tras informar sobre el precio que hay que abonar por una copia del último Palop, prosigue: “Sin embargo, en nuestro sitio, le ofrecemos descargar el libro ‘Probaréis el frío acero de mi venganza’ totalmente gratis para leer en el ordenador u otros dispositivos electrónicos”. Es decir, que cualquiera tiene acceso a leer el libro sin que se remunere, de ninguna manera, a ninguno de los directos implicados en que éste haya visto la luz: ni el autor, ni los editores, ni la distribuidora, ni los libreros. Nadie. 

Es cierto que suena fantásticamente bien la cacareada premisa según la cual la cultura debe ser gratuita y universal. Y sí, oigan. Estoy de acuerdo, siempre que también lo sea la vivienda, el derecho a alimentarse, o el acceso a la lampistería porque a ver si va a tener más derecho un lampista que mi editor, el cual está dejándose la piel de la espalda a tiras para publicar a aquellos autores en los que cree.

En el caso concreto de Palop, su continuidad depende de sus ventas. Ya no es una cuestión de royalties o de ganancias que, en el mejor de los casos, dan sí y no para cubrir los gastos en bibliografía adquirida para la documentación. Se trata de que el editor vea justificado el gasto de publicación de una serie de libros que, curiosamente, y con la salvedad de un par de varapalos al primero (probablemente merecidos), no han cosechado ni una mala crítica.

Incluso, siguiendo con la página web de antes, leyendo las críticas que los lectores hacen de la última aventura de Palop tras descargarla, encuentro palabras muy laudatorias. Por lo general, según veo, parece que ha gustado o, cuando menos, entretenido positivamente. Y me alegro de que así sea.

El enemigo interno

Lo que no consigo entender, a estas alturas, es que quienes tan bien hablan de este trabajo castiguen a sus responsables, bajándoselo por la patilla y poniendo en entredicho su futuro porque éste depende, como decía, como todo, de que haya un mínimo de recuperación de la inversión.

¿Realmente, además de lidiar con el enemigo externo, con un sistema que ignora, instrumentaliza o aniquila la cultura, debemos enfrentarnos a este enemigo interno? ¿Mimarle bajando precios y facilitándole las cosas, para que su respuesta sea ésta? ¿No deberían ser los lectores, aquellos que disfrutan plantificándose ante las páginas de los libros, quienes valoraran más que nadie el trabajo de escribir, publicar y distribuir algo?

Más aún: ¿a alguien en su sano juicio se le ocurre que se puedan seguir manufacturando productos culturales de cualquier tipo, sin que quien hay detrás obtenga la menor recompensa?

No sé, pregunto.

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