Decía el añorado Jess Franco,
nuestro entrañable Ed Wood patrio, que este es un país siempre al borde del
surrealismo, un país grotesco cuyo peor enemigo es, duda cabe, el interno. O
sea, nosotros mismos: capaces de salir a la calle para ponernos al lado de un
autobús atiborrado de futbolistas, cuando jamás lo haríamos por unos recortes
en sanidad, o por el voto en contra de la dación en pago para solventar
desahucios de familias en beneficio de entidades bancarias rescatadas, eso sí,
con parné público.
O, para el caso, capaces de
llevarnos las manos a la cabeza por Venezuela, cuando ni es el único país
latinoamericano en condiciones execrables (dense una vuelta por Bolivia o por
Honduras), ni tampoco nos pilla, exactamente, muy cerca. Y todo ello, atiendan,
sin pestañear cuando algún que otro amigo de esa “Ley Mordaza” tan española y tan
nuestra, dramatiza sobre la falta de libertad en aquel país. Aquello de la paja
en ojo ajeno, ya saben.
Algunos surrealismos celtíberos
Hay muchos. Hay tantos. Nos los
quitan de las manos, señora.
A ver qué les parece éste: va el
Parlament de Catalunya y acoge, entre vítores, a un señor para el que el
terrorismo de ETA, organización a la que perteneció, siempre ha sido una
cuestión de pragmatismo y no una cuestión humana (vean la última entrevista de
Otegi en Salvados y cómo lo supedita todo al “bien de Euskal Herria” sin casi
entrar a valorar otros aspectos, el muy Mandela). Luego, para rematar, van los
del partido de la oposición, uno que fue fundado por el que fuera ministro de
censura en una dictadura militar, y hablan de “buenos y malos” y de “pedir
perdón a las víctimas”. Las de los otros, claro, que lo de las cunetas es cosa
de rojos, necios y aprovechaos.
Por ahí en medio, silbando la
Macarena y como quien no quiere la cosa, los de la cal viva que hacen mutis por
el foro porque, en su día, ya se libraron sin dejarse demasiado plumaje en
aquellas alambradas.
Y, oigan, aquí tenemos a miembros
de la familia real enmarronados hasta las cejas que andan por ahí libérrimos, y
tenemos un gobierno central en manos de un partido con causas abiertas por
corrupción como para parar un tren –o descarrilar un convoy de metro-. Aquí
tenemos, redactadas, constituciones de estados que no existen y tenemos, a la vuelta
de la esquina, unas nuevas elecciones en cuya precampaña no se ha oído otra
cosa que reproches. Aquí tenemos a una ciudadana multada por llevar unas siglas
en un bolso con la foto de un gatito.
Explíquenle esto a un sueco o a
un alemán o a un inglés, y entiendan sin mucho esfuerzo por qué nos consideran
poco menos que el wáter de Europa.
Esperen, que allá va la última
Lo dicho, hay muchas que
podríamos contar, pero no me resisto a compartir la última porque, vista con
una cierta distancia, admito que es descacharrante. Les cuento: Resulta que el anterior
alcalde de Barcelona, hombre de un partido de la derecha oligarca catalana que
ha estado gobernando en connivencia con el antes citado partido de la derecha
oligarca española, se gasta 65.000 del ala al año en unos okupas, por aquello
de evitar su desalojo y, con éste, la mala prensa susceptible de derivar de una
más que previsible escabechina, visto el ahínco con el que los antidisturbios
de la policía autonómica se emplean a la hora de canear y mutilar, ostentando
un dudoso récord de tuertos en su haber.
El caso es que en el espacio
okupado llamado “Banc Expropiat”, en la Vila de Gràcia desde 2011, lo de la
expropiación era en sentido figurado y el consistorio se estaba gastando 5.000
lereles al mes de dinero público para que los okupantes siguieran ahí. Estos
dineros se los embolsaba, por la currojimenezca patilla, una inmobiliaria
–Antarctic Vintage- que antes arrendaba el local a Caixabank, una entidad que,
recordemos, también se había beneficiado de ayudas públicas, mediante la actualización del esquema de protección de activos, para absorber el Banco de Valencia.
Cuando al viejo alcalde le sucede
la nueva alcaldesa, ésta deja de pagar el pastizal porque ya tendrá Barcelona
otros espacios más prácticos, baratos y públicos, para que los okupas anden ahí
haciendo la labor social que, por lo visto, al menos en parte hacían, tal y
como atestigua el apoyo que han recibido por parte de ONGs como el Banc dels
Aliments.
Sin el dinero, la inmobiliaria
cursa la pertinente denuncia que el partido al frente de la Generalitat, el
mismo de aquel alcalde de la oligarquia
nostrada, tramita con extraordinaria celeridad –sólo cinco meses- y manda a
las tropas de asalto de los Mossos d’Esquadra a Gràcia donde se lía, como era
previsible, un pifostio de muy señor mío el cual incluye a muy revolucionarios
defensores de la igualdad social reventando un kiosco, escaparates de comercios
de barrio o destrozando los vehículos de los vecinos.
Hay quien dice que eran agentes
de paisano, hay quien dice que no. El fondo de vil hijoputez, al fin y al cabo,
es el mismo.
Y la traca final
La guinda la pone el partido
radical-izquierdista del arco parlamentario catalán cuyos portavoces, tras
reivindicar -entre otros ítems- la copa menstrual, la cría tribal de los hijos
y el look jarraitu; acaban ciscándose en la administración que ha mandado a los
Mossos. La misma que ellos apoyaron con sus votos en un debate de investidura
con Carles Puigdemont y Anna Gabriel bromeando y sonriéndose, afectuosamente cómplices.
Y es que, ya en ese momento, parecían saber que todo queda en casa y que, por
muy inverosímiles que las cosas se acaben poniendo, los de aquí las vamos a
despachar con la mediterraneidad de siempre: mirando hacia otro lado y okupando
nuestro tiempo en echar la vista hacia Venezuela.
Siempre, claro está, que un
pelotazo de los antidisturbios no nos haya dejado tuertos.
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