Los habitantes del Barrio de
Salamanca se han rebelado. Lo hacen tras guardar un cómplice silencio durante
los largos años de administraciones gravemente corruptas, recortes salvajes en
servicios y libertades, legislaciones abusivas, un dañino laissez-faire
fiscal a la banca privada y a las grandes fortunas y un nepotismo clientelar,
por parte de la clase política, de corte feudalista.
Pero esta semana, hartos, ataviados
con sus fachalecos y bien envueltos en patrióticas banderas, han salido a
protestar, cacerola en mano, algunos incluso blandiendo palos de golf, vulnerando el confinamiento, para que el actual gobierno dimita. Todo esto,
claro está, sin que por su parte se barrunte otra alternativa que abocarnos a
escenarios como el del Brasil de Bolsonaro, los EEUU de Trump o el Reino Unido
de Johnson.
Pero yo los comprendo, miren
lo que les digo.
Es normal que los habitantes
del Barrio de Salamanca protesten, porque los miles de muertos en las fosas
comunes de los citados países no son de los suyos, son de los otros, de los que
pringan. Los “jóvenes sanos” que deberían estar salvando a nuestra sacrosanta
economía yendo a trabajar, exponiéndose, jugándosela, no son sus hijos, sus
nietos o sus sobrinos. Ésos dirigen, disponen y mandan desde la salvaguarda de
sus despachos.
¿Que los curritos se mueren por el virus? ¿Que se contagian y se satura la sanidad pública?
¿Que los padres y abuelos de éstos pringan fijo? Ya me dirán ustedes qué
cojones puede importar eso a los habitantes del Madrid bien, tan preocupados
por mantenerse a flote sobre una tramoya que el actual parón ha desestabilizado
y desde donde ellos, que están tan arriba, se pueden hacer mucho daño en caso
de derrumbe.
Porque aquí no se trata sólo
de no poder ir al club VIPa atizarse un copazo de Macallan, al campo de golf a mejorar
su swing o de shopping en Bimba y Lola. Se trata de ese castillo de
naipes que constituye unos privilegios que ahora, sin la habitual carne de
cañón que lo mantenga erguido, está a la merced del tiempo y de los aires que
soplen.
Los oprimidos
En una entrevista de tintes
berlanguianos, María Luisa Fernández, coordinadora de esta protesta que se
concretiza en el ridículo “Movimiento Resistencia Democrática”, se queja, entre
varias perlas, de la privación de libertades a la que les somete el polpotiano gobierno
sociocomunista.
Siempre me ha creado un
sentimiento entre gracia, pena y rabia ver a los privilegiados, a los que viven
mejor que nadie, a ese cero coma algo por ciento de la población mundial que
conduce una existencia trufada de comodidades, ventajas y bienestar, dárselas
de oprimidos.
Sobre todo, porque nadie como
ellos dispone de tiempo y facilidades económicas para informarse
concienzudamente, para leer y escuchar a fondo y, muy especialmente, para
viajar a otros lugares del mundo, que son mayoría y donde de verdad se oprime,
de verdad se mata y no hay más recortes de libertades porque no cabe ni medio
más.
Es algo a lo que quienes
vivimos por estas latitudes ya estamos desgraciadamente acostumbrados: Pataleo
llorica envuelto en bandera y bien amortiguado por una opulencia, por cuyas migajas
miles de personas se juegan la vida cada día emigrando desde sus hogares.
Pero, nuevamente, y a pesar de
todo, uno acaba comprendiéndolos.
Uno termina incluso por entender eso, que sea
el que lo tiene todo quien acabe siendo el más plañidero, el más insatisfecho,
el más caprichoso. El más gritón. El que, incapaz de dejar de mirarse el
ombligo, estúpido en cada aspaviento, patalea más fuerte.
Porque, en realidad, lo que de
verdad le "oprime" es la posibilidad de que le quiten la mullida y aterciopelada almohada
de privilegios que tiene debajo de las nalgas.
Y tiene motivos para que, caer
de culo sobre el pavimento de la realidad, le dé mucho miedo.
Porque se trata de que los que nunca han perdido, esta vez sí pierdan algo, mucho, todo.
Que esta vez pierdan de verdad.
Porque se trata de que los que nunca han perdido, esta vez sí pierdan algo, mucho, todo.
Que esta vez pierdan de verdad.
Foto: Rodrigo Jiménez
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