jueves, 14 de mayo de 2020

Llanto, indignación y pataleos en el Madrid bien



Los habitantes del Barrio de Salamanca se han rebelado. Lo hacen tras guardar un cómplice silencio durante los largos años de administraciones gravemente corruptas, recortes salvajes en servicios y libertades, legislaciones abusivas, un dañino laissez-faire fiscal a la banca privada y a las grandes fortunas y un nepotismo clientelar, por parte de la clase política, de corte feudalista.

Pero esta semana, hartos, ataviados con sus fachalecos y bien envueltos en patrióticas banderas, han salido a protestar, cacerola en mano, algunos incluso blandiendo palos de golf, vulnerando el confinamiento, para que el actual gobierno dimita. Todo esto, claro está, sin que por su parte se barrunte otra alternativa que abocarnos a escenarios como el del Brasil de Bolsonaro, los EEUU de Trump o el Reino Unido de Johnson.

Pero yo los comprendo, miren lo que les digo.

Es normal que los habitantes del Barrio de Salamanca protesten, porque los miles de muertos en las fosas comunes de los citados países no son de los suyos, son de los otros, de los que pringan. Los “jóvenes sanos” que deberían estar salvando a nuestra sacrosanta economía yendo a trabajar, exponiéndose, jugándosela, no son sus hijos, sus nietos o sus sobrinos. Ésos dirigen, disponen y mandan desde la salvaguarda de sus despachos.

¿Que los curritos se mueren por el virus? ¿Que se contagian y se satura la sanidad pública? ¿Que los padres y abuelos de éstos pringan fijo? Ya me dirán ustedes qué cojones puede importar eso a los habitantes del Madrid bien, tan preocupados por mantenerse a flote sobre una tramoya que el actual parón ha desestabilizado y desde donde ellos, que están tan arriba, se pueden hacer mucho daño en caso de derrumbe.

Porque aquí no se trata sólo de no poder ir al club VIPa atizarse un copazo de Macallan, al campo de golf a mejorar su swing o de shopping en Bimba y Lola. Se trata de ese castillo de naipes que constituye unos privilegios que ahora, sin la habitual carne de cañón que lo mantenga erguido, está a la merced del tiempo y de los aires que soplen.

Los oprimidos

En una entrevista de tintes berlanguianos, María Luisa Fernández, coordinadora de esta protesta que se concretiza en el ridículo “Movimiento Resistencia Democrática”, se queja, entre varias perlas, de la privación de libertades a la que les somete el polpotiano gobierno sociocomunista.

Siempre me ha creado un sentimiento entre gracia, pena y rabia ver a los privilegiados, a los que viven mejor que nadie, a ese cero coma algo por ciento de la población mundial que conduce una existencia trufada de comodidades, ventajas y bienestar, dárselas de oprimidos.

Sobre todo, porque nadie como ellos dispone de tiempo y facilidades económicas para informarse concienzudamente, para leer y escuchar a fondo y, muy especialmente, para viajar a otros lugares del mundo, que son mayoría y donde de verdad se oprime, de verdad se mata y no hay más recortes de libertades porque no cabe ni medio más.

Es algo a lo que quienes vivimos por estas latitudes ya estamos desgraciadamente acostumbrados: Pataleo llorica envuelto en bandera y bien amortiguado por una opulencia, por cuyas migajas miles de personas se juegan la vida cada día emigrando desde sus hogares.

Pero, nuevamente, y a pesar de todo, uno acaba comprendiéndolos.

Uno termina incluso por entender eso, que sea el que lo tiene todo quien acabe siendo el más plañidero, el más insatisfecho, el más caprichoso. El más gritón. El que, incapaz de dejar de mirarse el ombligo, estúpido en cada aspaviento, patalea más fuerte.

Porque, en realidad, lo que de verdad le "oprime" es la posibilidad de que le quiten la mullida y aterciopelada almohada de privilegios que tiene debajo de las nalgas.

Y tiene motivos para que, caer de culo sobre el pavimento de la realidad, le dé mucho miedo.

Porque se trata de que los que nunca han perdido, esta vez sí pierdan algo, mucho, todo.

Que esta vez pierdan de verdad.




Foto: Rodrigo Jiménez

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