La impunidad, las medallas y
el cómodo anonimato que han acompañado a Juan Antonio González Pacheco --más
conocido como “Billy el Niño”--, en los compases de su vida, recién apagada por
el Covid-19, son la muestra, para mí fehaciente, del imperdonable déficit de
memoria de este país. Precisamente, la desmemoria y el mirar hacia otro lado
que hace que España lleve toda su historia cayendo siempre en los mismos vicios
y eludiendo, de forma casi sistemática, las mismas virtudes.
Ninguna democracia se puede
fundamentar sólidamente en un ejercicio de amnesia colectiva. No puede existir
progreso, verdadera modernidad y libertad de pensamiento cuando se alternan
cegueras selectivas con la contemplación --acrítica, sesgada y a menudo
falseada-- de una historia más imaginada que realmente transcurrida.
¿De qué me sirve ver la punta,
si no sé que bajo el agua hay un iceberg? ¿O si pienso que ahí debajo hay otra cosa que me
conviene creer?
Así que no. Esto no va de “reabrir
viejas heridas que no interesan a nadie”, como afirman los más cínicos o los
más necios, sino de admitir lo que ha ocurrido, con valentía moral e intelectual,
mirando de frente a nuestro pasado reciente. Caiga quien caiga, duela a quien
duela, una Historia que no es una película de buenos y malos, aunque hay malos,
como Billy “El Niño”, que pueden llegar a hacer buenos a muchos.
Y, ya que no hemos sido
capaces de impedir que un engendro como González Pacheco se haya salido de
rositas tras todas las atrocidades que cometió, al menos no olvidar quién fue. Lo
que hizo, a quién representó y en nombre de quién mató y mutiló.
Recordarle para recordar el
lado más repugnante del lugar y mundo que habitamos. Y recordar, también, que
hubo una ceguera autoinducida que permitió que él, y otros de su calaña, permanecieran
al confortable calor de sus madrigueras hasta el último de sus tranquilos días.
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