Creo que Sharon Jones es la
artista que más veces he visto en directo, consiguiendo que nunca me cansara de
repetir esa experiencia en que siempre descubría cosas nuevas, emociones nuevas;
como en aquellas residencias en La Boîte, allá en 2001, donde un puñado de fans
acudíamos incansablemente, noche tras noche, a verla al frente de sus DapKings.
Un mes de Sharon Jones. Cada día.
¿Imaginan?
En aquel momento, la de Sharon –que
justo dejaba atrás las miserias de un trabajo como guripa en una penitenciaría
en Nueva York- era una realidad musical pequeña, intensa y maravillosamente
underground. Todavía quedaban años para que aquel torbellino humano llenara
escenarios como los de La Paloma, la grande del Apolo o el Palau de la Música,
que acabó siendo su concierto de despedida de unos fans barceloneses ya
convertidos en legión.
Un colofón merecido para alguien
que echaré de menos no sólo desde el punto de vista artístico, sino también
desde el punto de vista humano. Porque sí, a Sharon nunca le faltaba la
sonrisa, la palabra amable, el “¿cómo estás?” sincero.
No le faltaba el alma que la
convirtió en la mejor Soul Lady en activo.
La generosidad que demostraba
sobre las tablas era enteramente cosa suya, le venía de dentro, como su voz,
como sus frenéticos pasos de baile, como esa mirada abierta y parda que desde
el escenario pulverizaba a quien estuviera ahí, abajo, bailándola, rindiéndole
pleitesía.
Tampoco le faltó la fuerza, la de
seguir adelante, la de luchar contra el cáncer y conseguir derrotar al hijo de
puta en el primer round.
Una lucha heroica que, no
obstante, este fin de semana redundaba en la desaparición de Sharon, de nuestra
diva, la de mi generación de Soul Fans. Nuestra propia Aretha. Nuestra propia
James Brown, como decía anteayer Edu Domingo.
Pero, sobre todo, una colega que
siempre tenía listo un abrazo, una sonrisa y una charla de barra de bar llena
de feeling eléctrico y buen humor.
Gracias, Sharon.
Gracias por todo.
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